abril 15, 2007
Si Sartori fuese mexicano...
Estos días hemos sido bombardeados por un sin fin de temas polémicos y complejos. A la cabeza está la despenalización del aborto en el Distrito Federal, junto con la iracunda respuesta de los sectores más conservadores y tradicionales de la sociedad. También hemos visto el debate sobre Ernestina Ascensio, la mujer muerta en Zongolica, Veracruz, lo que ha desatado una batalla mediática sobre las razones y condiciones de su muerte, mismas que siguen dejándonos en la incertidumbre. Imposible dejar escapar el regreso de Napo, el infame dirigente del sindicato minero y que regresa a poner en orden tanto a sus también cuestionables detractores, así como a apoyar convenientemente las pruebas de la incompetencia del gobierno pasado. Hemos leído y visto agrios debates sobre las playas de Marcelo Ebrard, el Plan Puebla Panamá, la misteriosa debacle de Lorena Ochoa en un hoyo que no era tan complejo, en fin, cientos de temas que van y vienen y que, a veces, nos desdibujan los temas de trascendencia para este momento del país. Aparece en escena Giovanni Sartori, eminencia de la ciencia política y dice que aquí no hace falta, ni servirá, una reforma electoral.
Creo, por el contrario, que el tema de la reforma electoral es crucial en la consolidación de una democracia que debe, en todo sentido, dejar de ser el centro del debate.
Demasiado tiempo, demasiadas veces, las elecciones, su confiabilidad y sus fallas, son el motivo de confrontaciones políticas que además dejan en claro no sólo la escasa sofisticación de nuestra clase política, sino también el hecho de que nuestras reglas institucionales están quedándose cortas frente a lo competido de las contiendas.
Esto es, que para que podamos colocar los temas de verdadera relevancia en la mesa de la discusión nacional, tenemos que lograr una reforma electoral que permita transitar veinte años sin tener que regresar a su discusión.
Sería un grave error motivar y explicar la reforma electoral, como quieren el PRD y el PRI, en los resultados del proceso presidencial pasado; especialmente cuando es claro que las deficiencias y necesidades de reforma a las leyes electorales vienen siendo un tema desde hace años.
Desde su publicación en 1990, el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales ha sido modificado en diez ocasiones, destacando las reformas de 1996, en las que se otorgó autonomía al Instituto Federal Electoral.
Tras ellas, pasaron casi siete años para que el Congreso realizara un nuevo cambio al COFIPE y, dos años después, se realizó la última modificación a su texto. Con estos cambios se elevaron los requisitos para la creación de partidos políticos.
Desde las reformas electorales de 1996, el resto han sido modificaciones orientadas a la perpetuación de privilegios y del estado de las cosas, promovidas todas por los propios integrantes del sistema de partidos. Y si se cae en la tentación de realizar una serie de reformas con el principalísimo objetivo de reventar al actual Consejo General del IFE estaremos dando pie a que los alcances de esta reforma queden, una vez más, limitados y nos condenaremos a vivir, otra vez, esta discusión en el año 2010 —cuando los perdedores del 2009 se inconformen con todo—.
Es precisamente por esto que la lógica de fondo en la nueva concepción de nuestra vida democrática debe estar alineada con la transparencia, la pluralidad y diversidad política del país, el respeto a los procedimientos y a la ley y sobre todas las cosas éste debe ser un debate incluyente en el que todas las fuerzas políticas y sociales estén involucradas y después informadas con detalle sobre las decisiones tomadas.
Mirar hacia una reforma de índole electoral en México genera una sensación de necesidad. Sin embargo, resulta fundamental que, cuando menos, garantice —tanto durante el proceso legislativo, como en los resultados del mismo— los siguientes puntos:
Equidad en la competencia
Representación de todas las voces, no sólo de las mayoritarias
Acceso y participación activos de la ciudadanía
Una reforma de esta magnitud no puede limitarse a la modificación de un reducido número de artículos; por el contrario, debe ser integral y será indispensable la profunda discusión de temas como la composición del Consejo General del Instituto Federal Electoral, los mecanismos de elección de los Consejeros y sus periodos de gestión, el acceso a los medios de comunicación, la integración del Congreso, la segunda vuelta, la renovación de las credenciales para votar, la regulación de las pre campañas y de las campañas mismas y, por supuesto, el financiamiento público para los partidos políticos —es indispensable romper con el binomio perverso de dinero y política—.
Poco a poco se irá desarrollando el proceso de discusión sobre cómo hacer de nuestro sistema electoral uno más confiable y menos controvertido, se irán planteando ideas sobre las decenas de temas que involucra y será fundamental que los partidos políticos estén a la altura de las expectativas sociales y no en una pugna cortoplacista e inútil para nuestro futuro.
Ante todo esto, cuando aparece una mente tan privilegiada como la de Giovanni Sartori en la escena nacional y dice que aquí no hace falta una reforma electoral, sólo basta pensar qué diría si él fuera mexicano y hubiese vivido todo lo que nosotros. Seguro pediría a gritos ser parte de esa discusión.
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