septiembre 06, 2006

El precio único, vetado por Fox

Este texto fue escrito por Fernando Escalante en el diario Crónica. Lo reproduzco con la anuencia del autor y porque creo que nos ayuda a tener, por fin, una idea clara de la importancia de la propuesta del precio único en los libros.

La ley del libro, otra vez
Por: Fernando Escalante Gonzalbo

Es aburrido volver a hablar por tercera o cuarta vez de la ley del libro, y no me gusta la idea de hacer leña del árbol caído, pero no hay remedio, el veto del Presidente no tiene disculpa: es una decisión dogmática e irresponsable. De toda la aparatosa publicidad de su gobierno lo más afortunado fue la frase “Por un país de lectores”; ahora bien: una de las pocas cosas positivas que se hicieron para ese propósito —no fue el Presidente, sino el Senado quien tuvo la iniciativa— fue la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro, que Vicente Fox ha decidido vetar (la ha devuelto al Congreso diciendo que reconoce “los numerosos méritos” de la ley, pero se opone al “esquema del precio único”, que es prácticamente el único recurso concreto de la ley que en lo demás sólo pide fomentar, favorecer, apoyar, estimular, promover, pero sin indicar medios ni facultades).
El argumento de la Presidencia es previsible: el precio fijo perjudicaría a los consumidores, porque “suprimiría la libre competencia”. Lo mismo había dicho, días atrás, el presidente de la Comisión Federal para la Competencia, Eduardo Pérez Motta, que la ley “tiene grandes virtudes” pero el precio único es inaceptable, porque en el mercado de “cualquier producto” los precios “se van ajustando conforme a la dinámica” de la oferta y la demanda. Algo parecido dijeron varios articulistas cuando se votó la ley en el Senado. Enrique Canales, en Reforma, argumentó que con la ley se pretendía “defender a las librerías ineficientes castigando a las que mejor nos han atendido” y con eso quitarnos “el sagrado derecho a los consumidores de aprovechar un descuento”; es una medida, dijo, que “corresponde a una economía centralizada como la cubana”. Sergio Sarmiento fue todavía más explícito: “El propósito real [de la ley] no es fomentar la lectura sino atacar a las cadenas de librerías que se han distinguido por su eficiencia y resultados” y debería llamarse, en concreto, “Ley para castigar a la librería Gandhi”; su argumento era idéntico a los anteriores: “Cuando se establece un precio único para cualquier producto se reduce o se elimina la competencia que beneficia a los consumidores”.

Aunque la doctrina diga otra cosa, en el mercado del libro la competencia a base de descuentos no se traduce necesariamente en una disminución de los precios, y no hay ningún misterio en ello. El libro es una mercancía particular, como lo son todas: el petróleo, la tierra, los servicios médicos, la educación o las líneas telefónicas. Por eso cada mercado tiene sus reglas (y todos tienen reglas). No hay tal cosa como “cualquier producto” ni hay tampoco “el consumidor”, sin más.

La diferencia fundamental que caracteriza al mercado editorial es la cantidad y variedad de títulos y el hecho de que sean estrictamente incomparables, únicos: un libro no es nunca cualquier libro, no se puede sustituir por otro cualquiera y tampoco se puede repetir la compra, como se hace con una marca de galletas. Normalmente, si alguien ya compró un libro no lo volverá a comprar, y si a uno no le gusta un autor o no le interesa un tema no comprará el libro, por muy barato que se lo ofrezcan. Por otra parte, se publican en castellano entre sesenta y ochenta mil nuevos títulos cada año: ninguna librería puede tenerlos todos, de modo que un factor básico de competencia está en la selección del fondo, que es mucho más importante que el precio. También lo es la inteligencia, la capacidad y la atención del librero.
¿No se habrán preguntado en la Presidencia, no se habrán preguntado los señores Canales, Sarmiento o Pérez Motta por qué tienen leyes de precio único de los libros los países de la Unión Europea? ¿Por qué, con qué consecuencias han mantenido el precio único desde hace décadas Alemania, Francia, España? ¿Pensará alguien que son “economías centralizadas” como la de Cuba? ¿Estará alguno en la idea de que los libros son más caros en España o en Francia que en México? No hay que darle muchas vueltas: el precio único —entre otros recursos—ha servido para proteger hasta donde es posible la diversidad de la industria editorial y para mantener un sistema de librerías razonable (siete mil en Alemania, otras tantas en Francia y cinco mil en España —de ellas, mil de gran calidad—a pesar de la abrumadora presencia de cadenas como FNAC y Virgin; en México tenemos teóricamente unas quinientas, contando todo, y en la práctica no más de media docena).

En cuanto al precio, sirve de ejemplo el caso inglés: a partir de la supresión del precio fijo —una delicadeza del “nuevo laborismo” de Blair, en 1996— el precio de los libros ha aumentado muy por encima de la inflación promedio.La libertad de precios tiene una consecuencia básica en un mercado concentrado como es el del libro actualmente: las grandes cadenas de librerías, que acaparan un volumen considerable de las ventas de cualquier editorial, están en posición de imponer sus condiciones; piden descuentos extraordinarios —para bajar sus precios sin reducir ganancias— que no hay más remedio que darles y que los editores compensan aumentando el precio de lista (pregunte usted a los editores, compare el precio de los libros en España y en México).

Las librerías pequeñas no tienen forma de competir con eso. Sumemos el otro factor, la concentración oligopólica de la industria editorial: las grandes ventas corresponden a las novedades de Planeta, Random House y Santillana, y a ellas se dedican las cadenas. Las pequeñas editoriales no pueden ni ofrecer grandes descuentos ni manejar una cantidad de títulos comparable con la de los grandes consorcios, tampoco tienen sus recursos publicitarios y, por lo tanto, no interesan a las cadenas porque sus libros se venden despacio y en pequeñas cantidades. En resumidas cuentas, con el sistema actual tenemos cada vez menos librerías, menos editoriales, una oferta reducida de títulos disponibles y precios más altos.

Puesto que de eso se trata, preguntemos: ¿qué es una librería “eficiente”? Para los dogmáticos del mercado no hay duda: una librería es una tienda como cualquier otra, que vende cosas, de modo que la más eficiente es la más grande, que vende más cosas, más baratas y gana más dinero. Su modelo en México es Gandhi. Es también, por supuesto, la que mejor atiende al consumidor, puesto que lo único que el consumidor quiere es comprar las cosas más baratas. Impecable. Salvo que —insisto— los libros son unas cosas peculiares, no da lo mismo comprar una cosa de Pérez-Reverte que una cosa de William Faulkner. Cuando hablamos de libros resulta que hay tantos y tan distintos que ninguna librería los ofrece todos; por otra parte, a esa variedad corresponde una variedad de consumidores que necesitan tiendas con surtidos diferentes (recuérdese, son mercancías incomparables en las que no se reitera el consumo). Se entiende mejor si les llamamos “públicos lectores”; son consumidores, sí, pero de libros: no hay ofensa en llamarles lectores. Hay un público lector —un conjunto de consumidores— que encuentra todo lo que necesita en el almacén de Gandhi; hay otros, varios, distintos públicos que nunca encontrarán allí lo que buscan.
Propongo otra definición: es eficiente una librería si tiene los libros que van a buscar sus clientes.Un par de ejemplos. Era eficiente, infinitamente más que Gandhi, la pequeña librería Las Sirenas, de San Ángel, por la sencilla razón de que en ella uno podía encontrar las obras de Chinua Achebe, Ben Okri, Kobo Abe, Isaac Bashevis Singer, Yasunari Kawabata, Rose Tremain, Charles Simic, Anne Carson y docenas de otros autores que no existen en el catálogo de Gandhi. Es eficiente, fuera de toda medida, incomparablemente más eficiente que Gandhi, la librería Lagun de San Sebastián —una pequeña librería de una pequeña ciudad española, de doscientos mil habitantes— donde en los últimos meses he comprado las obras completas y el epistolario de Valle-Inclán, la obra en prosa de Miguel Mihura (una delicia), la narrativa completa de Álvaro Cunqueiro, la de Castelao, las crónicas de Josep Plá, la obra completa de Max Aub, recopilaciones de los artículos de Julio Camba, César González Ruano, Ramón Gaya, Joan Fuster, el más reciente libro de ensayos de Tomás Segovia, los diarios completos de don Manuel Azaña: todas obras extraordinarias, casi indispensables, según yo, para la biblioteca de cualquiera que se interese por la literatura en lengua española, todas en ediciones recientes, de editoriales muy normales, y de cuya existencia no tendrá ni noticia un cliente de Gandhi. Incluso desde una óptica casi provinciana, autores mexicanos que escriben sobre México, la ineficiencia de Gandhi es catastrófica: busque usted allí los ensayos de Roger Bartra, Claudio Lomnitz, Mauricio Tenorio o Antonio Azuela. No hablemos de algo mínimamente especializado, como las ciencias sociales o la filosofía porque el surtido que presenta Gandhi —en comparación con lo que puede ofrecer sólo la industria editorial en lengua española— es bochornoso: existen en español, búsquelos usted en Gandhi, libros de Clement Rosset, Arjun Appadurai, Harry Frankfurt, Mary Douglas, Marshall Sahlins, Jean-Francois Bayart.Sin duda un almacén misceláneo de saldos y novedades como Gandhi tiene su razón de ser, hay clientes que encuentran allí todo lo que podrían querer como lectura. Enhorabuena. Habrá lectores cuyos gustos coincidan puntualmente con las decisiones de los gerentes comerciales de Planeta, Santillana y Random House, y para ellos basta y sobra con que existan las librerías de Gandhi.
Ahora bien: si la existencia de ese almacén, o esa serie de almacenes, implica la desaparición de cualquier otra librería, la reducción de la oferta de títulos y de paso el aumento de precio de los libros, hay que plantearse alguna forma de regulación, porque significa que ese mercado funciona mal. Y para eso existe el Estado.

El precio fijo es un primer paso. Mínimo pero indispensable. Habría mucho más que hacer para fomentar la industria editorial y la lectura. Por ejemplo, cambiar dos o tres tonterías de la reglamentación fiscal, cambiar la política de adquisiciones del sector público, acabar con la simulación por la que aparecen como pequeñas o medianas editoriales mexicanas las que son en realidad filiales de alguno de los tres grandes consorcios en lengua española. Empecemos por el precio fijo.

escalante.fernando@gmail.com

3 comentarios:

Eduardo Rentería dijo...

Hola Luciano:

Fíjate que me parece muy interesante lo que escribe Fernando Escalante en su artículo.

Desde el punto de vista de un consumidor, que sólo busca el precio más barato en cualquier producto -en este caso libros-, los argumentos son sencillos de entender; ofrece el precio del libro de manera tal que el lector tome su decisión de compra por el libro y no por el establecimiento. Aparentemente la competencia, entiendo yo, ya no sería por dar más barato sino por calidad en títulos. Muy bien, me parece sensato.

Quizá no tenga que ver una cosa con la otra, pero déjame te cuento mi experiencia en un ramo que tiene su parte cultural, semejante al libro, y su parte de mercadotecnia; la industria disquera.

Hace unos años, alrededor de cuatro o cinco años, se empezó a agudizar el fenomeno de la piratería en la industria. Las disqueras empezaron a promover producto con precio fijo. 99 pesos, por ejemplo, un compact disc de Nirvana que ya se etiquetaba por entonces en un precio promedio de 160 pesos. La idea era beneficiar al cliente con mejor precio, títulos interesantes -obvio para ciertos gustos- y combatir en lo posible a la piratería con producto original.

Hasta ahí todo bien. Solo que al momento de querer adquirir la promoción las disqueras solicitaban un mínimo de compra para garantizar el descuento. ¿Quién lo podía realizar? Pues Mix Up, Soriana, Wal Mart, Liverpool, etc. Si uno como pequeño discotecario solicitaba el descuento no era posible desplazar las cantidades que las disqueras exijian. La alternativa de comprar a los distribuidores locales tampoco era opción, porque la facturación no llevaba el descuento, es decir; de trasladarle el descuento al cliente había el absurdo de que en algunos títulos se perdía dinero o en otros el margen de utilidad no resultaba rentable en relación a la inversión.

Desconozco si el precio fijo en los libros hubiera contemplado la situación que te comento, esto es, que no se limite al librero en la cantidad mínima de compra, porque de lo contrario los verdaderos beneficiados de precio fijo sólo serían las grandes cadenas.

Un libro o un compact disc no dejan de ser una mercancía. Entre más barata sea esa mercancía mayor posibilidad de aumentar los tirajes.

Quiero dejar el comentario porque me parece que uno de los argumentos para vetar la ley del precio único en libros está razonada sobre la base de que no se aumentaría el fomento a la lectura, ello como consecuencia de la falta de interés de los editores para encontrar rentabilidad en sus publicaciones.

Desde el punto de vista de lector me cuestionaría lo siguiente; ¿puedo conseguirlo más barato del precio único o ya no tengo opción?

Luciano Pascoe dijo...

Edy, te anexo, en respuesta a tu comentario, otra serie de argumentos que se centran sobre el tema del mercado y los libros.
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Economía y precio del libro


Por: Ciro Murayama
Viernes 15 de Septiembre de 2006

Para Fito

Nuestro mercado del libro está en una situación precaria: la distribución es escasa (más del 95% de los municipios no tiene un solo punto de venta; INEGI tiene registradas apenas seiscientas librerías en todo el territorio, una por cada 170 mil habitantes), de pobre demanda (ahí se encuentra el problema fundamental y es socorrido el dato de que, en promedio, se lee un libro per cápita al año) y también de una oferta que palidece en calidad y cantidad frente a otros países de habla hispana.
Ante esa triste realidad se discuten distintas medidas públicas. Entre ellas, una ley federal que estipulaba un precio único para todo libro recién sacado al mercado fue vetada por el presidente Fox hace un par de semanas. La Comisión Federal de Competencia argumentó contra el precio único y esta vez el presidente atendió a su llamado —a diferencia de cuando ignoró las razones para no apoyar la llamada “Ley Televisa” que fortalece una estructura de mercado oligopólica. Distintos comentaristas también se opusieron al precio único argumentando que el bienestar del consumidor se vería afectado por la imposibilidad de que algunos vendedores ofrecieran descuentos, esto es, por interferencias sobre el proceso en el que el mercado asigna precios y consigue la eficiencia.
El problema es que el mercado del libro, autorregulado, no está consiguiendo situaciones óptimas porque no necesariamente se explica a partir del modelo competitivo básico que describe el funcionamiento elemental de la economía y que tiene validez si y sólo si se cumplen ciertos supuestos: que los bienes son perfectamente sustituibles —por ejemplo, que todas las naranjas son iguales y nos da igual comprar una que otra—, que hay información perfecta —se sabe exactamente dónde ir a comprar— y que compradores y vendedores en lo individual son tomadores de precios —es decir, que no ponen los precios. Ninguno de esos supuestos se cumple en el mercado del libro. Es más, cada título es distinto de los demás y es, en sí, un monopolio: al haber derechos de autor, nadie más puede producir ese mismo artículo y la venta de cada título nuevo es potestad exclusiva de una editorial. Justo lo contrario a lo que ocurre en el sistema competitivo básico, por lo que estamos ante un mercado imperfecto que requiere regulación.
En los países donde la ley del precio único existe, la industria editorial y el mercado del libro gozan de cabal salud: Francia, España y Alemania son ejemplos contundentes. En cambio, los laboristas de Blair (en uno de esos saltos mortales que acostumbran) echaron atrás la ley del precio único, con los siguientes resultados: caída de ventas, retroceso de la oferta y una inflación en los libros que supera al resto de los precios. Si la realidad muestra que es más eficiente un mercado del libro con precio único y la teoría ortodoxa podría indicar lo contrario, ¿qué es lo equivocado, la realidad o la teoría? Hay quienes dicen que es la realidad la que no acierta, y por eso insisten en que México no inaugure políticas que en otros países han resultado exitosas.
En una visión menos estrecha pero con las propias herramientas de la teoría microeconómica básica, es factible explicar por qué tiene el introducir una ley del precio único en algo puede ayudar. Para empezar, en el mercado no sólo hay consumidores sino oferentes: un precio bajo por supuesto beneficia al consumidor en lo inmediato, pero un precio demasiado bajo y una pobre demanda pueden desincentivar la producción, que es lo que nos ocurre (cada vez menos editoriales mexicanas y catálogos más reducidos). Pues bien, un precio único podría garantizar cierto margen de ganancia al editor que le permita ampliar su oferta de títulos en vez de abandonar el mercado como viene ocurriendo; esa mayor oferta implicaría que para cada nivel de precios se ofrezca una cantidad más elevada de bienes (títulos), lo que de entrada favorecería el bienestar del consumidor que podría optar entre una variedad más amplia y ello se traduciría, por la simple ley de la oferta y demanda, en menores precios finalmente (todo desplazamiento de la curva de oferta hacia afuera —más libros—, con demanda constante, implica reducción del precio de equilibrio).
Además, con el sistema de descuentos que hoy existe, no está claro que el nivel general de precios de los libros sea el adecuado ni el más bajo. Si un librero poderoso ofrece descuentos del 30% sobre el precio de lista de la editorial (un libro sale a catálogo a $200 pero se vende en Miguel Ángel de Quevedo a $140) y ese distribuidor pide para sí una comisión de otro 30% por la venta ($60 pesos) y al autor hay que pagar el 10% ($20 pesos por ejemplar vendido), para la editorial quedan $70 pesos (el 35%, de donde hay que pagar los costos de producción —editores, correctores, diseñadores, traductores en su caso, negativos, papel, impresión, distribución— y obtener regalías). Si el famoso descuento no se ofreciera, el precio de venta de ese título en todas las librerías podría ser por ejemplo de $180 en vez de $200: una ganancia para todo consumidor, no sólo el que puede ir a Miguel Ángel de Quevedo, de $20 pesos.
Corresponde al Congreso de la Unión ratificar la ley del precio único del libro que ya había aprobado, aprovechando que Fox, por fin, se va al rancho “a escribir libros”.

ciromurayama@yahoo.com

Eduardo Rentería dijo...

No había visitado el blog antes Luciano. Muy clara la exposición de Ciro Murayama.